Quien ofrecía este tercer tiempo sin tener vínculos con el festival, era una coqueta señora ya entrada en años. Su casa era enorme, y el agasajo que nos había preparado era pantagruélico. Lamento no recordar detalles de los manjares que nos esperaban sobre grandes mesas. Es proverbial el hambre (real o imaginario) de los músicos. Guardando la mayor dignidad posible, entramos a meter diente de manera brutal.
También abundaba la bebida. Camareros vestidos de blanco con impecables chaquetillas, moñitos y guantes, estaban atentos a nuestras copas, y no permitían que se vaciaran del todo.
Luego de cierto tiempo, la atención a lo gastronómico-alcohólico aflojó un poco, y empezaron a establecerse algunas conversaciones. Nuestra anfitriona me contó en tono de queja, en un momento en que quedamos mano a mano, que a su familia le habían quitado parte de sus tierras durante la reforma agraria iniciada en Perú en 1969 (sugiero leer acerca de este proceso, que duró décadas, y modificó la estructura de la posesión de tierras y la producción agraria en Perú).
La concurrencia incluía amigas y amigos de la dueña de casa. Un señor muy trajeado, miembro de la sociedad taurina limeña, fustigaba a viva voz a grupos ecologistas que boicoteaban su actividad. Como también me opongo a las corridas de toros, estuve a punto de abrir la boca para expresarle mi desacuerdo con todo lo que decía, pero me mordí la lengua. ¿Arruinar la noche discutiendo con un desconocido que está en las antípodas de mi pensamiento, en casa de una desconocida? No. Seguir halagando los sentidos, y disfrutando la compañía de los colegas, era mejor plan.
Nunca supe si quien invitaba había siquiera asistido al concierto, y siempre me pregunté el porqué de aquélla invitación. La memoria puede fallar, pero a riesgo de ser injusto, las sensaciones que me han quedado dicen que en esa reunión no parecía haber mucho interés por la guitarra.
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