junio 27, 2013

Servicio de "atención" al cliente

Se terminaba mi viaje a Perú, allá por 2007. En mi penúltimo día estaba libre, por lo cual decidí conocer las ruinas de la ciudad amurallada de Pisaq, en el valle sagrado de los Incas. Desde Cuzco era un viaje bastante corto por paisajes increíbles, en un micro mediano que iba repleto, con gente parada en el pasillo central. Cada tanto el vehículo paraba para que alguien subiese o bajase, en la intersección de la ruta con caminos de tierra.
Junto a la puerta iba un muchacho que cobraba el boleto a quienes descendían, de acuerdo al trayecto que habían realizado. En una de esas paradas, escuché de repente a este guarda discutir con un pasajero que debía bajar pero no quería pagar, aludiendo que había viajado parado, y que por lo tanto no correspondía que le cobraran el boleto. El razonamiento de este viajero me pareció raro, pero él lo sostenía con vehemencia cada vez más sonora. Y el otro, con igual energía, le reclamaba que pagara. El resto de los pasajeros iba tomando partido por una u otra postura, y rápidamente el micro se convirtió en un tremendo griterío.
En un momento el guarda consideró que sobraban las palabras, y sin ningún prurito comenzó a propinarle al pasajero una andanada de trompadas que éste retribuyó generosamente, aumentando así la confusión general. El chofer, que hasta ese momento había observado la escena por el espejo retrovisor y con las manos en el volante, se levantó y se sumó a la golpiza, asistiendo a su compañero en la tarea de escarmentar al pasajero rebelde. Desde mi asiento en la última fila, yo observaba sin entender demasiado, y para evitar que alguna mano u objeto contundente aterrizara en mi cabeza, me agaché con la esperanza de que la batalla terminase dejándome indemne.
Una vez que hubieron abollado a piñas la humanidad del pasajero, lo dejaron bajar y el viaje continuó. Nunca supe si finalmente le cobraron, pero lo que sí quedó claro es que quien "cobró" fue el pobre infeliz que no quería pagar boleto.

junio 18, 2013

Gratitud

Tengo un par de guitarras para dar clases, sencillitas, de batalla. También tengo una de concierto para tocar en público y para grabar, muy sonadora, de bello timbre. Esta última está siempre en su estuche, y sale cuando hay sesiones de trabajo programadas. Las otras duermen afuera, y paraditas en sus soportes se ofrecen permanentemente. Por eso cada vez que tengo un rato para guitarrear agarro una de éstas, que están a mano. Pero hace unos días me vengo preguntando por qué hago esto, por qué no toco con mi mejor guitarra, aunque sea en la soledad de mi cueva. ¿Por qué privarme de la belleza que ella puede darme? ¿Para qué dejarla guardada, si no se gasta por tocarla?
Entonces la empecé a usar diariamente, y ayer, sin que yo tuviese ninguna intención de escribir algo nuevo, se instaló en cabeza, manos y encordado una música que me inundó y no me soltó hasta que la terminé de escribir.

Estoy convencido de que es un regalo de ella. Me está agradeciendo que no la haya condenado a la oscuridad y al silencio.