Tengo un par de guitarras para
dar clases, sencillitas, de batalla. También tengo una de concierto para tocar
en público y para grabar, muy sonadora, de bello timbre. Esta última está siempre
en su estuche, y sale cuando hay sesiones de trabajo programadas. Las otras
duermen afuera, y paraditas en sus soportes se ofrecen permanentemente. Por eso
cada vez que tengo un rato para guitarrear agarro una de éstas, que están a
mano. Pero hace unos días me vengo preguntando por qué hago esto, por qué no
toco con mi mejor guitarra, aunque sea en la soledad de mi cueva. ¿Por qué
privarme de la belleza que ella puede darme? ¿Para qué dejarla guardada, si no
se gasta por tocarla?
Entonces la empecé a usar
diariamente, y ayer, sin que yo tuviese ninguna intención de escribir algo
nuevo, se instaló en cabeza, manos y encordado una música que me inundó y no me
soltó hasta que la terminé de escribir.
Estoy convencido de que es un
regalo de ella. Me está agradeciendo que no la haya condenado a la
oscuridad y al silencio.
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