Miércoles 18 de agosto de 2010. Recién llegado a Jujuy para una serie de actuaciones, fui tipo siete de la tarde a la presentación de un libro, ya que ese primer día no tenía compromisos. Antes de que comenzara el evento me presentan a un funcionario de cultura de la provincia, quien me ofrece ir a tocar a Abrapampa, esa misma noche. El intendente de ese pueblo puneño acababa de llamar pidiendo con urgencia una delegación de artistas para nutrir la programación de "Miércoles Culturales de Abrapampa". Me pareció raro que anduviesen armando la programación un rato antes. Para llegar a Abrapampa había que viajar tres horas, y ya era la tardecita. Tampoco me cerraba que el tipo me invitara sin tener idea de qué y cómo tocaba yo. Pero me enganché: estaba desocupado y me entusiasmaba ir a guitarrear a un lugar nuevo para mí.
Así fue que una delegación artística muy heterogénea y armada de urgencia salió hacia el norte en una trafic, por la Quebrada de Humahuaca. La luna alumbraba el paisaje, y el mate y la coca ayudaban con la altura y el frío.
Tipo once de la noche llegamos al lugar: un tinglado enorme, en una escuela, con un escenario gigantesco sobre el cual iban pasando números de folklore. El sonido era letal: me resultaba literalmente imposible escuchar. El exceso de volumen -al menos para mí- cruzaba el umbral del dolor. Frente al escenario había algunas filas de sillas. En el resto del lugar una multitud iba y venía alegremente, y en un rincón una barra vendía bebidas.
Luego de una espera de dos horas llegó el momento de mi actuación. Para ese entonces el público ya raleaba y los efectos del alcohol eran indisimulables. Preocupado, le pregunté al funcionario que nos había llevado si era razonable que subiese a ese escenario un guitarrista solista, que ni siquiera cantaba, y no podía ofrecer desenfreno festivalero. Me contestó que "la gente está aburrida de huayno y bailecito, y que cuando alguien toca algo diferente les encanta".
Alentado por esta respuesta subí al escenario y arranqué con una tremenda milonga de Yupanqui. Durante algunos compases fue como si en el escenario no hubiera nadie: me ignoraron por completo. Pero al rato se percataron de mi presencia y comenzó la anhelada conexión entre artista y público: empezaron a chiflarme. Recordando lo dicho por el funcionario, me sorprendió que no les estuviera encantando y decidí cambiar de estrategia: "les toco algo de acá, y me los compro enseguida", pensé. Así que arremetí con una baguala, con tanto arrastre y vibrato que ya se me salía la mano del cuerpo. Los chiflidos se redoblaron y empezaron a sumarse algunos gritos, que sonaban entre burlones y amenazadores. Levanté la vista por un momento y vi a uno de los parroquianos orinando apoyado contra la pared, parado en un enorme charco que probablemente era una mezcla de cerveza, vino y barro. El instinto de supervivencia provocó el abrupto final de mi presentación: sin esperar a que la baguala terminase, metí un chan chan a modo de final y huí por el costado del escenario.
De regreso a San Salvador se durmieron todos. En silencio y alumbrado por la luna, recorrí de nuevo la famosa quebrada, esta vez de norte a sur. Viajé atravesado por una sensación rara, incómoda, medio fulera. Ahora sé que me estaba doliendo la Patria.